“Huasos” en el Desierto: Chilenizaciones en la periferia estatal

Septiembre es el mes que sacude al desierto: en su memoria, en su cotidianeidad, en su festividad. Se intensifican los desfiles de los huasos disfrazados al compás de los sones prusianos. Las sonoridades de la cueca con su lírica campesina se toma cada uno de los espacios radiales, de los centros comerciales y por sobre todo, de los espacios educacionales. Con ese fondo sonoro, los escolares levantan los pañuelos con sus mantas y abundan en cada una de las salas de clases los copihues de cartón, mientras que por las ventanas se deja ver el desierto más árido del orbe. Así, vemos los caballos de plásticos, las ramadas sin ramas, las carretas sin ruedas. Peor aún: los niños en las escuelas tienen que obligatoriamente imaginar paisajes que nunca han visto para cumplir con las tareas. Se adicionan los forzados campeonatos de cuecas y las diversas “semanas de la chilenidad” en los cientos de Establecimientos Educacionales que imaginan una esencialidad de lo que significaría “lo chileno”.

En ese contexto, en la activación de los rituales oficiales totalizadores de septiembre, se operacionaliza la borradura: el cactus es borrado por copihue, el zorro por el caballo, la minería por la agricultura, el pintatani por la chicha, el cachimbo por la cueca, la calapurca por la cazuela, la “limpia” de canales por la trilla, el chullo por la chupalla, los peroles por la empanada, al chango y atacameño por el huaso, el charango por la guitarra. La humareda de los asados caseros nubla lo que somos día a día el norte: el humo patriotero no deja ver lo que, sin pretensión, somos día a día.

En fin. El desierto de Atacama atestigua la festividad nacional que se remite a 1810, a saber que somos chilenos, por efecto de una guerra minera, desde 1879. Se celebran los 207 años de primera Junta Nacional de Gobierno, a saber que estos territorios nortinos son “chilenos” hace 138 años. La guerra y sus herencias culturalistas devienen en estos desfases para un territorio con historia trinacional, memoria que obviamente es omitida.

Las escuelas con sus desfiles y huasos se reinauguran como los dispositivos de la permanente colonización del desierto por parte de cierto “centralismo” y oficialidad culturalista y escolar. Confluyen en ellas, el militarismo, los formalismos autoritarios propios de la prusianización: los eternos actos del día lunes, los izamientos de banderas, las formaciones rígidas de los escolares y la sonoridad nacionalista infantil: las Bandas de Guerra como cruel recuerdo de la participación de niños en una guerra capitalista.

Todos estos dispositivos se reproducen para remitirse al proyecto chilenizador que inauguró el Estado para estos territorios de la postguerra, proyecto que en los hechos buscó desperuanizar y desbolivianizar el desierto de Atacama a través de la xenofobia. Pero en la actualidad, disfrazarse de huaso es para administrar un contenido de la diferencia. Es para decir que “no somos” del norte, o que le damos la espalda al desierto; es para también decir, quizás, que supuestamente no somos cómo los miles de inmigrantes peruanos, bolivianos y colombianos con los que convivimos día a día. Septiembre auxilia el “blanqueamiento” de la población local.

Las Fiestas Patrias constituye el marco temporal para trasladar ficticiamente el campo al norte. La chilenización fue también eso. Porque ésta operó con los militares, profesores y curas, quienes implementaron una nueva cartografía, una nueva escuela, una recalendarización de las fiestas religiosas, como la fiesta de la Virgen del Carmen, y también para cambiar el nombre de todas las calles y escuelas del norte con personajes de la Guerra del Pacífico.

Bourdieu ya nos habló de cómo naturalizamos e interiorizamos las relaciones de poder, convirtiéndolas así en evidentes e incuestionables. Es la mentada violencia simbólica, la cual no sólo está socialmente construida, sino que también nos determina los límites dentro de los cuales es posible percibir y pensar, y por sobre todo educar reproduciendo un modelo colonizador y foráneo, en donde un cuerpo de niño disfrazado (para la nota 7.0) deviene en la anatomopolítica nacionalista.

Debemos tener en cuenta que el poder simbólico sólo se ejerce con la colaboración de quienes lo sobrellevan, porque contribuyen a establecerlo como tal: los niños huasos e incluso profesores que en su mayoría nunca han visto un copihue o nunca han montado un caballo, o que no residen ni conocen el campo.

Los “huasos”, grupos “folclóricos” y militares, además de los campeonatos locales y regionales de cueca, son depositarios de una acción racional donde el “dominador” (la exigente escuela) ejerce un modo de violencia implícita y no físicamente directa en contra de los subalternos alumnos, los cuales no la evidencian o son inconscientes de dichas prácticas en su contra, por lo cual son partícipes forzados de la hegemonía y colonización cultural a la que están sometidos.

Sin embargo, la chilenidad en el norte es algo tan confuso, porque precisamente estos territorios son “chilenos” en un plano netamente jurídico, simbólico, educacional y discursivo, porque en todas las demás dinámicas que han marcado el devenir histórico, no son precisamente chilenas, es más, es un territorio que en los hechos, está constantemente borrando “lo nacional”. Es decir, en el marco del capitalismo extractivista –que entre otras cosas financió la guerra minera de 1879- las dinámicas tecnológicas, mecánicas, industriales, migrantes, urbanas, políticas, económicas, arquitectónicas, ambientales, entre otras, nunca se han decidido en Santiago, sino que en Londres, Nueva York, Hamburgo o París: la plata, el salitre y el cobre siempre fueron desnacionalizados y el poblamiento del norte tiene una estrecha relación con las fluctuaciones de los precios de las mercancías que en el norte de extraen.

De esta forma, el norte es la zona para depositar cierta “chilenidad” militar, pero la memoria histórica remite a la constitución de una periferia para el propio Estado, el cual prácticamente desapareció en términos socioeconómicos, productivos y políticos, pero dejó una bandera y unos “huasos” disfrazados para que los intereses extractivistas transfronterizos operaran con plena calma, seguridad y libertad.

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Por Damir Galaz-Mandakovic F.
Profesor de Historia y Geografía, Universidad de Tarapacá.
Magíster en Ciencias Sociales, Universidad de Antofagasta.
Magíster en Antropología, Universidad Católica del Norte.
Doctor en Antropología, Universidad Católica del Norte.
Docteur en Histoire, Université Rennes 2.
damirgalaz@gmail.com 

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